Rosa María y su familia están atravesando momentos complicados, casi inhumanos, en su país de origen, devastado por una grave crisis político-económica que ha llevado a la deterioración social de toda la nación. En medio de una inflación descontrolada y la total falta de preparación del jefe de Estado para gobernar el país, el destino de las personas cambia casi instantáneamente, el hambre se extiende de manera alarmante, el caos se instala en las calles y diversas manifestaciones colocan al país en medio de una guerra civil. Sin embargo, hay esperanza para Rosa María: gracias a un amigo en común, su familia logra organizar un viaje a los Estados Unidos, donde planean buscar una nueva vida, más digna, completamente alejada de los horrores que estaban viviendo. La estancia provisional tenía la intención de convertirse en una residencia permanente, si el destino favorecía a la familia, pero la incertidumbre de la deportación se convertiría en un miedo constante. En medio de la lucha por sobrevivir en un nuevo país, Rosa María guarda recuerdos de su primer amor, un joven con quien convivió durante los difíciles tiempos en su tierra natal. Lo que ella no imagina es que se enamorará nuevamente, y que este amor llegará de manera inesperada. Más aún, lo que tampoco imagina es que deberá enfrentar dificultades, sueños y prejuicios para llevar su vida adelante. Como si eso no fuera suficiente, otros amores cruzarán la vida de Rosa María, y otros obstáculos influirán en sus sentimientos, poniendo su nuevo mundo, recién conquistado, patas arriba. Si muchas veces el sentimiento y la razón se tratan como opuestos, ¿es posible que Rosa María encuentre una razón para el amor que siente, especialmente en medio del torbellino de sentimientos por los que pasará, conviviendo con miedos, decepciones e incertidumbres?
PATRIA
Esa mañana, me desperté con fuertes dolores de estómago. Había desarrollado gastritis crónica por pasar muchas horas seguidas sin comer o incluso días sin alimentarme adecuadamente. La comida era escasa en un país devastado por la pobreza, la crisis económica y la corrupción. Al mirarme en el espejo, pude notar por primera vez que había perdido algunos kilos.
Pero el dolor no me permitió permanecer de pie, así que me volví a acostar. Solo horas después de retorcerme en la cama, me levanté una vez más y abrí las cortinas para que la luz del sol entrara. Sin embargo, al mirar por la ventana de mi cuarto, en el tercer piso del edificio donde vivía, mi corazón aún tuvo fuerzas para latir más rápido de susto, de desesperación. Mi cuerpo tembló y, en pocos instantes, mis ojos ya vertían lágrimas de desesperanza, de angustia. Era la ansiedad por el fin de una pesadilla.
A través de la ventana observé la cruel realidad del mundo: pude ver a mis vecinos, en el patio de una casa vieja, con la pintura descascarada por el tiempo, desmembrando un perro para cocinarlo en una fogata improvisada recién encendida. Ni siquiera había gas para cocinar los alimentos de una manera decente y digna. Apenas había comida. Y eso es exactamente lo que acabo de afirmar: los más pobres, para no morir de hambre, empezaron a comer la carne de los perros callejeros que vagaban por las calles, y sinceramente no dudo que muchas personas hayan comido a sus mascotas. ¡Lamentable, triste, aterrador! Comer carne de gato y de ratas también formaba parte de la desesperada búsqueda por la supervivencia en ese país demolido por el verdugo de una política populista y totalitaria.
Jamás dudes del poder destructor de una ideología en las manos corruptas del ser humano, y en este caso hablo del socialismo bolivariano, considerado inicialmente como una forma de organización política y económica que, en realidad, fue parte de un culto al ego fomentado por fines políticos, fines que nada tienen que ver con las ideas originales de su fundador. Casi siempre es así: los gobernantes se apropian de una ideología y la adaptan a sus propósitos tiránicos, a sus ansias de poder, opresión y dinero. Todo esto, sumado a la inestabilidad del gobierno, de la economía y a las sanciones y embargos económicos impuestos a mi patria por parte de gobiernos extranjeros, convirtió a mi país en un caos de pobreza, hambre, muerte y rebelión.
La náusea insoportable invadió mi cuerpo, sentí ganas de vomitar después de ver aquella escena que era el retrato de la miseria. Me arrojé de nuevo a la cama, empapando la almohada con el llanto afligido de quien ya no soportaba tanta injusticia. Independientemente de quién fuera la culpa, el hecho era que mi pueblo estaba pasando hambre, casi no había comida en las estanterías de los mercados, la moneda de mi país ya no valía nada. Era necesario el salario de un mes entero para comprar un litro de leche o un kilo de carne de res, y eso en caso de encontrar un lugar donde ese producto estuviera disponible. Las filas en las carnicerías para comprar carne podrida eran enormes, pues comer carne podrida era mejor que morir de hambre.
La suerte de mi familia era que, por tener algunos contactos importantes, mi padre aún conseguía un poco de comida de amigos comerciantes y proveedores extranjeros, lo suficiente para no tener que comer ratas o cosas por el estilo, pero nada de carnes ni alimentos especiales, solo vegetales, como frutas y verduras; a veces leche, con suerte.
En realidad, las cosas no siempre fueron tan difíciles. Antes de que el caos se instalara en mi país, teníamos una buena vida, una vida digna. Mi padre era un empresario del área de jardinería y paisajismo, de clase media alta, y mi madre, una dedicada ama de casa. Teníamos coche, casa propia, ganancias, ¡hasta negociaciones con clientes extranjeros!
Pero la vida en América del Sur se convirtió en una verdadera pesadilla cuando la ambición por el poder hizo que nuestro antiguo presidente decidiera redistribuir la riqueza de la nación a los más pobres. Siempre es así: los políticos juran que todo lo que hacen es para el bien del pueblo, pero, al final, casi todo lo que hacen es para su propio beneficio. No les importaba si el pueblo moriría de inanición.
Y no solo el hambre nos afligía, también la censura. Todos los medios de comunicación que hicieran cualquier manifestación contraria al gobierno eran clausurados o incluso confiscados por el Estado.
En ese momento, casi todos los ahorros que mi padre había juntado en dólares en los buenos tiempos se usaron para comprar nuestros pasajes aéreos a Estados Unidos. Iríamos como visitantes para no volver nunca más. Un viejo amigo, su nombre era David Jenkins, exempresario y profesor universitario, nos recibiría como anfitrión en Ocean City, en el estado de Maryland. En tiempos antiguos, cuando yo aún era una niña, mis padres y yo ya habíamos visitado América del Norte. Mi padre, Santiago Rodríguez, llegó a ir más veces allí cuando todavía era un empresario exitoso, antes de perderlo todo.
La ayuda de amigos comerciantes en nuestro país hizo que mi padre aún mantuviera el estatus de empresario y vínculo con nuestra nación hasta ese momento, aunque de hecho ya estaba en la ruina.
Pero no permaneceríamos en Ocean City por mucho tiempo. La ayuda de David era solo para la llegada; nos quedaríamos solo unos días en su casa, hasta que él pudiera conseguir, a través de sus amigos latinos en California, trabajo y vivienda para mi familia. Tan pronto llegáramos a Estados Unidos, todo sería decidido. Las personas en general tenían miedo de involucrarse demasiado en esta situación. Nuestro plan era partir cuanto antes de Ocean City a California para trabajar y empezar una nueva vida. No queríamos comprometer el destino de un amigo con nuestra futura situación de inmigrantes sin estatus.
Fue nuestra suerte tener la amistad de David. Esa era nuestra única oportunidad, sería un verdadero milagro. Sí, existía el riesgo de no pasar por la policía de inmigración al llegar a América del Norte. Éramos turistas extranjeros provenientes de un país en crisis, donde gran parte de la población sufría de hambre, donde muchos estaban comiendo carne de perro para sobrevivir. Las autoridades estadounidenses podrían sospechar que en realidad estábamos huyendo, refugiándonos. Pero valdría la pena correr el riesgo, eso era lo que mi padre decía. “Si tenemos que irnos, iremos al mejor lugar”, afirmaba él.
Ya era final de la tarde cuando mi padre entró por la puerta de la sala cargando dos bolsas en la mano. No habíamos comido en poco más de veinticuatro horas. Mi madre, Doralis, y yo seguíamos sentadas en el sofá, yo con mi cabeza recostada en su regazo y ella clamando a Dios que nos librara de morir de hambre o de enfermar hasta que llegara el día de huir.
—Rosa María, hija mía. Doralis, mi amor –mi padre llamó mi nombre y el de mi madre después de poner las bolsas sobre la mesa.
—Papá, me duele el estómago, me siento muy mal –murmuré.
—Sé que están hambrientas. Conseguí frutas, verduras, hortalizas y leche. Las filas para comprar comida siguen atravesando las manzanas. Voy a servirles. Necesitan comer frutas y beber leche –dijo él, mientras sacaba las cosas de la bolsa. Tomó los vasos y los platos.
—Gracias, papá. Sé que no es fácil conseguir alimento a un precio que podamos pagar, sé que tenemos que ahorrar los pocos dólares que nos quedan para el viaje, después de todo es todo lo que tenemos. No puedo esperar al día de la partida. Quiero estar lejos de este infierno –dije con voz débil. El dolor del hambre y de la gastritis me destrozaba el estómago en ese momento.
—No hay futuro para nosotros aquí en América del Sur, Rosa María –afirmó mi padre, suspirando.
—Nuestro pueblo está sucumbiendo, Santiago –comentó mi madre, mirando fijamente el vaso de leche.
—Esta mañana vi desde la ventana a los vecinos desmembrando un perro para comerlo. Fue una escena horrible –relaté, desmoronándome en lágrimas.
—Eso es horrible. Lo que pasa en este país es un crimen contra la humanidad. Hay niños muriendo de hambre en los brazos de sus madres postradas en las aceras. No hay medicamentos en los hospitales, todo se está desmoronando sobre nuestras cabezas. Tenemos que irnos de aquí para siempre, hija mía –me consolaba mi padre. Él era mi héroe. Nos sirvió las frutas y la leche, y luego comió con nosotras. –Solo necesitamos un poco más de paciencia. El día de nuestra partida está cerca –afirmó, después de tomar otro sorbo de leche.
En ese momento, todo ya era escaso y racionado: papel higiénico, medicamentos, energía eléctrica y agua. Los saqueos eran constantes en los pocos supermercados abastecidos para atender solo a los ricos, que podían pagar la fortuna que costaban los productos más básicos. Las muertes eran inevitables. El caos parecía irreversible. Personas hambrientas y desesperadas ya invadían los condominios y casas en busca de algo para comer. Eran escenas de horror.
Ese régimen que teóricamente predicaba la igualdad social era, en realidad, un libro apócrifo del Apocalipsis. En esos últimos meses, el brote de enfermedades como sarna, diarrea, malaria y disentería fue intenso. Un pueblo sin agua y sin alimentos no puede sobrevivir. No había manera de enterrar a los muertos con dignidad; como los ataúdes eran muy caros, la gente enterraba a sus muertos en el patio de su casa.
Ni hace falta decir que en esa situación no había espacio para pasiones, pero aun así, yo amé a alguien por primera vez. Su nombre era Endry, y es imposible olvidar todo lo que vivimos juntos.
EL COMIENZO DEL AMOR
Pasamos aquella tarde estudiando en la mesa del cuarto. Endry solía llevarme a su casa después de clase los viernes. Eran momentos de estudio y de caricias. Era maravilloso admirar su mirada concentrada en mi semblante. Entre cálculos, calculadoras y cuadernos, había espacio y tiempo para muestras de cariño. Siempre que recuerdo esos momentos, siento ganas de volver en el tiempo.
Ese mes, nuestro noviazgo cumplía ocho meses. Ese día, después de estudiar, nos quedamos uno al lado del otro en la cama y vimos una película de acción y ciencia ficción en el DVD. A Endry le encantaban ese tipo de películas, llenas de adrenalina. Su primo solía traerle los CDs piratas de sus viajes por los países vecinos.
Era costumbre que yo me recostara en el regazo de Endry. Él acariciaba mi cabello, haciéndome relajar, y yo casi me quedaba dormida. Por unos momentos, el mundo parecía estar en paz, pero eso era solo el principio de los dolores y del caos.
Dormí más de lo esperado y, al despertar, me di cuenta de que ya era de noche, hora de irme a casa. Mis padres habían impuesto límites y reglas a mi noviazgo. Yo aún era muy joven y tenían miedo de que algo malo me pasara en aquel escenario caótico que atravesaba mi país. Éramos católicos practicantes y yo era una joven que buscaba seguir los preceptos básicos de la religión. Particularmente, creía en Dios y mantenía la esperanza en los milagros.
Endry me llevaba a casa en moto siempre que lograba que su vecino y amigo se la prestara.
— Mi amor, ¿qué hora es? –pregunté, después de abrir los ojos.
— Pasan de las ocho. –Me besó.
— ¿Qué? Ya es tarde. Las calles son peligrosas por la noche –dije, asustada por la hora.
— Quédate un poco más. Yo te protegeré. –Sonrió.
— Sabes que no puedo. Tengo que ir a casa, mis padres ya deben estar preocupados. Nunca me he tardado tanto.
— Te gusta mi cariño, siempre te relajas y te quedas dormida, así que no quise despertarte –dijo.
— Eso es verdad. Cerca de ti siento como si el mundo estuviera en paz –afirmé, tratando de mostrar mi emoción.
— Es una pena. Me gustaría que te quedaras más tiempo aquí conmigo. Me siento tan solo lejos de ti. Pero, ya que tienes que irte, entonces vamos. –Sonreía mientras hablaba.
Endry y yo teníamos una canción favorita que marcó nuestro noviazgo. Éramos fanáticos de los flashbacks de los años 80 estadounidenses y latinos. Esta canción se volvió especial porque sonaba a todo volumen en un coche que pasó cerca de nosotros el día en que me pidió ser su novia. Era “Wishing on a Star”. Había otras canciones, como “Angel”, de Jon, y “Save Me Now”, de Andru. Esta última, Endry la tocaba para mí en la guitarra. Me decía: “Rosa María, ¿qué fue lo que hiciste con mi mente? Es como si estuviera atrapado dentro de la pasión que siento por ti.”
“Save Me Now” fue nuestra canción.
Los días pasaban cada vez más rápido, parecía no haber tiempo ni para respirar. La esperanza de un país mejor se desvanecía a medida que la realidad cruel golpeaba nuestra puerta.
Esa semana en la universidad fue sombría. Hacía ya tres días que Endry no aparecía y tampoco atendía mis llamadas, no respondía mis mensajes. Fui a su casa el segundo día de su ausencia, pero allí no había nadie.
Algo extraño estaba sucediendo. Peor aún: algo muy malo había ocurrido a la familia del chico que tanto amaba, a pesar de que hasta ese momento no había pronunciado esa frase de confesión de amor. Lo sé, aún era tan joven, pero ya tan contenida. Aún no tenía el valor de declarar que lo que sentía era amor. En realidad, tenía miedo de hacer una afirmación tan profunda como esa y luego que todo cambiara, y que las circunstancias me mostraran que solo era pasión y afecto.
El cuarto día, justo después de clase, volví a ir a su casa, y finalmente encontré a mi novio abatido en la orilla del patio, con la cabeza baja. Vertiendo lágrimas, pronunciaba palabras de desesperación e indignación. Me acerqué, desconcertada y sin entender lo que pasaba allí.
— Endry, ¿qué pasó? Estás destrozado. Intenté hablar contigo por teléfono, pero no pude. Llegué a venir aquí, pero no encontré a nadie. –Mi corazón estaba angustiado.
Ya estaba agachada frente a él, que vertía las lágrimas más angustiantes que había visto en la vida.
— Rosa María, pasó una desgracia –me dijo Endry.
— ¿Qué desgracia? –Mi corazón ya era pura angustia.
— Mi madre sufrió un infarto, la ambulancia la llevó al hospital, pero cuando llegó allí no había médicos para atenderla. El hospital se está cayendo a pedazos, no hay medicamentos ni recursos para salvar la vida de las personas. Mi madre falleció de la manera más cruel. Nuestro país está en caos.
Sentí el impacto de la triste noticia.
— ¡Dios mío! Lo siento mucho. ¿Cuándo fue eso? ¿Por qué no me dijiste nada? Yo podría haber estado a tu lado, consolándote. ¡Qué tragedia! –Mis lágrimas ya corrían por mi rostro.
— Pasó hace cuatro días.
— Lo siento mucho, Endry.
— Rosa María, mi amor, hay algo que necesitas saber –dijo, con voz temblorosa y semblante serio.
— Dilo ya. Si hay que sufrir, que sea ya.
— Mi padre y yo decidimos irnos de este país. Vamos a huir de aquí para muy lejos. Partiremos hacia Argentina en busca de una vida mejor. Queremos dignidad. –Endry pronunció esas palabras con aflicción.
— Endry, lo siento mucho por todo –dije, enfrentando la falta de palabras que me embargaba, y ya sintiendo un nudo en el corazón por presentir la inminencia del final.
— Estoy desorientado. La esperanza de un futuro mejor no existe aquí en este país. Perdóname, mi amor, pero no puedo darte la vida que mereces. –Endry rompió nuevamente en llanto.
— Lo entiendo, sé que todo esto es un gran tormento en nuestras vidas. Una vez más, lamento toda esta tragedia. –Lo abracé aún más fuerte.
La distancia y la ausencia inminentes me dieron el valor de, en ese momento, mirarlo profundamente a los ojos y decir:
— Endry, te amo. Sé que no es el momento ni el lugar para decir esto, pero, dadas las circunstancias, esta es una verdad que ya no puedo guardar conmigo. Te amo mucho, eres el hombre de mi vida.
Me miró sorprendido, como si lo hubiera tomado desprevenido con una gran revelación.
— Me alegra escuchar eso. Debes saber que yo también te amo desde hace tiempo. Solo es terrible que todo lo bueno que aún podríamos vivir juntos esté siendo destruido por un gobierno corrupto, por un sistema que nos mata lentamente. –Endry sollozaba, y su rostro estaba empapado de lágrimas.
— Mi amor, estoy aquí a tu lado y puedo sentir un poco de tu dolor. –Nos abrazamos con fuerza, como si quisiéramos guardarnos el uno al otro dentro de nosotros.
Endry abandonó la universidad y se preparaba para despedirse. Ese mes, la inflación alcanzó el pico de 500 mil por ciento, y los precios de los productos no dejaban de subir. Un simple jabón costaba casi todo el salario mínimo. Era imposible tener todo lo que necesitábamos.
Faltaba un tiempo para que cumpliera dieciocho años. Aún era muy joven, soñaba con construir una carrera, ser una mujer con la capacidad de garantizar un futuro mejor para mis padres, que estaban arruinados. Pero, sin duda, ese futuro no sería en mi país.
Mis padres estaban decididos a que nos iríamos a los Estados Unidos de América dentro de, como máximo, un año. Solo necesitábamos arreglar algunas cosas. Y entonces sucedió lo que temía: declaré amor por alguien con quien ya no podría estar, declaré amor por Endry, un chico que se iría para siempre, y yo también me iría muy lejos.
Endry aún no sabía que mi familia y yo también nos preparábamos para abandonar el país. Acordamos hablar en nuestro lugar especial, en la gruta, el lugar donde me había pedido ser su novia meses antes. Ese fue nuestro último paseo y también una despedida. Me recogió en moto, y nos mantuvimos en silencio todo el trayecto hasta llegar a la gruta. Mi corazón latía acelerado, no por la pasión, sino por la angustia, la angustia de la despedida.
— Rosa María, me voy esta semana –me dijo con los ojos llenos de lágrimas. Estábamos frente a la cascada.
Respiré hondo. Entendí que me sugería que podría irme con él, entendí que en el fondo esperaba que le dijera que partiría con él. Mirándolo profundamente a la cara, le dije:
— A pesar de amarte mucho, solo tengo diecisiete años, aún soy muy joven, no puedo irme contigo. Mis padres no lo permitirían y, además, no es lo que siempre soñé para mi vida. Mi sueño es terminar mis estudios, tener una carrera, madurar y entonces sí comprometerme y casarme en paz, con dignidad, sin desesperación.
— Ya imaginaba que no te irías conmigo, y me siento muy triste por eso. Eres la chica a la que amo. Pero ninguno de nosotros jamás pensó que estas cosas crueles pasarían y desordenarían nuestro destino.
— Endry, hay algo que necesito contarte.
— ¿Qué es?
— Mi padre decidió que nos iremos a Estados Unidos, dentro de, como máximo, un año. Mis padres tienen amigos allá que pueden ayudarnos a tener una vida digna. No puedo estar lejos de mis padres. Tengo planes de construir una vida mejor para ellos, sea como sea, donde sea. Me necesitan –afirmé con dolor en el corazón.
— Lo sé, y jamás te pediría que dejaras a tus padres para irte conmigo, para enfrentar un futuro totalmente incierto. Sé que eres muy joven y que no estás preparada para casarte ni formar una familia. No tengo mucho que ofrecerte ahora. Entiendo que quieras estudiar y luchar por un futuro mejor. Es sabia la decisión de tu padre de irse. No hay otra salida. Es terrible porque tú y yo tendremos que separarnos. Voy a sufrir mucho lejos de ti, Rosa María.
— Sí, es horrible, pero es la realidad, Endry. Tendremos que vivir para siempre con este dolor que, por un lado, puede que pase, pero el dolor del recuerdo nunca se borra.
— Mi amor, necesitamos seguir adelante, luchar por lo mejor en nuestras vidas, y eso tiene un precio. Me cansé de perderlo todo por tanta injusticia que pasa en este país.
— Entiendo tu dolor, sé bien cómo es. Mi familia lo tenía todo y de repente perdimos nuestras propiedades, nuestra casa, nuestra dignidad –comenté. –Mi madre, que estaba acostumbrada a pequeños lujos y una vida cómoda, se convirtió en una mujer triste, depresiva. Mi padre desarrolló problemas cardíacos de tanto estrés, y yo ya tengo gastritis por pasar muchas horas o incluso días seguidos sin comer bien.
— Perdí a mi madre. Y ahora también te perderé a ti, Rosa María. Pero después de que esta pesadilla termine, puedo encontrarte de nuevo. Te lo prometo. Iré a donde estés para que estemos juntos. –Él acariciaba mi rostro mientras hablaba.
— No, no prometas nada, Endry. Estaremos muy lejos el uno del otro, las cosas pueden cambiar. Tenemos que terminar esta relación sin juramentos ni promesas. Podemos ser buenos amigos a la distancia. –Mis palabras fueron cautelosas, y en ese momento ya estaba a punto de derramar mis lágrimas.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Endry no pudo contenerse, comenzó a llorar y confesó:
— No quería que fuera así, mi amor.
— Yo tampoco, mi amor. –Nos abrazamos y nos besamos una vez más y por última vez.
Ese día, me dejó en casa y se fue sin mirar atrás. Decidimos no volver a vernos hasta su partida.
Nunca imaginé que la despedida dolería tanto. Los días siguientes fueron los más dolorosos. Seguí asistiendo a la universidad por algunos meses después de que Endry se había ido.
EMBARQUE
Hacía tiempo que mi estuche de maquillaje ya estaba preparado para ese momento. Teníamos que aparentar salud y alegría, nada de rostros pálidos ni desilusionados por el hambre y la miseria de un país. Éramos la familia feliz que iba a visitar a un viejo amigo americano. Los visados de turismo estaban debidamente sellados en nuestros pasaportes, pero aún sería necesario pasar por la inmigración al desembarcar en Annapolis, capital de Maryland.
Éramos los sobrevivientes del caos en que se había convertido América del Sur. Claro que mi país estaba en una situación peor que todos los demás; al fin y al cabo, cuando las cosas son tan malas como para que las personas coman los perros callejeros, es señal de que todo se ha transformado en deshumanización y decadencia.
El gobierno había prohibido la entrada de ayuda humanitaria en mi país. Había miles de niños desnutridos, muriendo de hambre todos los días, caídos en las esquinas o en los brazos de sus madres.
Finalmente, mis padres y yo atravesamos la puerta de embarque. A medida que mis pies avanzaban hacia el avión, mi corazón latía con más fuerza. ¡Entramos!
Los asientos eran cómodos y dentro de la aeronave había una cierta paz. Me dolía el estómago. Sentía mucha hambre, aún no había comido nada desde que habíamos dejado nuestra casa para intentar tener una vida digna en otro país.
Después de un tiempo de vuelo, las azafatas comenzaron a servir la primera comida de la clase económica: sándwiches de carne, tostadas, jugos, refresco y un dulce. Mis ojos se abrieron de par en par al ver la comida. Hacía mucho tiempo que no sentía el sabor de la carne en mi boca. Ya ni siquiera recordaba lo que era eso.
Confieso que mi deseo era devorar el sándwich apresuradamente, pero no podía hacer eso, tenía que mantener la compostura. La merienda fue servida en mi mesa y la comí delicadamente, como todos los que estaban allí. En ese instante, pude entender lo precioso que era un simple sándwich.
Como dije, ya había viajado a los Estados Unidos en mi infancia. Tiempos buenos aquellos en los que los perros eran solo mascotas y no alimento.
Había algo que me preocupaba mucho. Aunque mi padre no lo admitiera, fue después de la crisis en nuestro país que cayó en la depresión y desarrolló enfermedades cardíacas. Mi pobre padre Santiago envejeció años en pocos meses.
NUEVO MUNDO
Después del desembarque en Annapolis, nos pusimos en la fila para pasar por la inmigración. Me sentía nerviosa, después de todo, todavía existía el riesgo de que no nos dejaran entrar al país. Fuimos conducidos a los mostradores y las autoridades nos entrevistaron.
Hice todo lo posible por mantener un semblante tranquilo, mientras notaba a mis padres impecables en su postura. El agente de inmigración hizo varias preguntas y, después de algunos minutos, finalmente nos sellaron los pasaportes con la autorización para quedarnos en el país por hasta seis meses como turistas.
Hice todo lo posible para mantener la calma, sin llantos y sin desesperación por la incertidumbre del futuro. Sentí como si un gran peso se hubiera quitado de mis hombros. Por fin teníamos la oportunidad de comenzar una vida nueva. Seguimos hacia la aduana, donde recogimos nuestro equipaje. A medida que caminaba hacia la salida del aeropuerto, me sentía en otro mundo, un mundo donde las personas sonreían de verdad, un mundo donde había paz, donde la posibilidad de una vida digna era real.
David envió un coche para recogernos. El conductor era un tipo bastante serio y poco conversador. Nos presentamos con cortesía y hubo saludos con apretones de manos. Colocamos nuestras maletas en el maletero. Mi corazón latía rápido por las cosas que mis ojos no podían ver. Nos subimos al coche y mi padre se sentó en el asiento delantero, junto al conductor, con quien intentó iniciar una conversación, pero el sujeto era realmente muy reservado.
Fueron dos horas y quince minutos hasta llegar a Ocean City, una ciudad costera, pequeña y tranquila, con poco más de seis mil habitantes. Solo estaríamos unos días en la casa de David. Según lo que había visto en las fotos, nuestro anfitrión era un hombre alto, fuerte, de cabello castaño, ojos azules y piel clara. Por lo que mi padre comentaba, David era, según parecía, un hombre solitario, un viudo de cuarenta y ocho años que aún no había tenido suerte en sus intentos de casarse nuevamente. Sus hijos, ya adultos, vivían en Canadá, lo que también contribuía a su completa soledad.
De camino a la casa de nuestro anfitrión, pasamos por la playa, que era extensa, con restaurantes y tiendas a lo largo del paseo marítimo. Había también un parque de atracciones cerca del malecón. En ese momento, imaginé lo hermosa que sería la vista desde lo alto de la rueda de la fortuna colorida.
La brisa del mar acarició mi rostro y mi angustia disminuyó. Respiré hondo para recuperar el optimismo, después de todo, me estaba librando de lo peor, del hambre, de la miseria.
La casa de David era enorme, blanca, de dos pisos, cerca de una de las playas. Aún no sabía por qué, pero cuando el coche se detuvo frente a esa casa, mi corazón volvió a acelerarse. Era como si presentiera las incertidumbres que estaban por venir.
Seguramente, David escuchó el sonido del coche, porque antes de que mis padres y yo bajáramos del vehículo, él ya estaba de pie, frente a la puerta, observándonos. Era el atardecer, la brisa del mar volvió a tocar mi rostro, y allí estábamos, comenzando una nueva vida. Bajamos del coche, sacamos nuestras maletas del maletero, David se acercó y rápidamente abrazó a mi padre.
—Santiago, amigo mío, es un placer recibirte aquí con tu familia —David lo saludó.
—Gracias, compañero. Estamos felices de que nos recibas. —Mi padre abrazó a David como quien abraza a un hermano.
—Sean bienvenidas, señora Doralis, Rosa María —dijo, después de abrazar a mi padre. Me sentí un poco incómoda por la actitud amistosa de David, ya que siempre había oído decir que los estadounidenses eran fríos y no solían abrazar ni besar en la mejilla a personas que apenas conocían. Solo extendí mi mano para saludar al dueño de la casa. Ya lo había visto de cerca cuando era niña, pero no recordaba bien sus facciones vistas en persona. David era un hombre muy atractivo, como en las fotos, el típico estadounidense de cabello casi rubio y ojos azules.
Todo estaba preparado para nuestra llegada: nos habían reservado dos habitaciones en la casa, una para mí y otra para mis padres. Mi madre se entregó completamente a la situación desde los primeros momentos. Creo que, al final, era la más atormentada por todo lo que habíamos pasado, por todo lo que habíamos perdido en nuestro antiguo país, donde las familias habían sido empobrecidas y separadas por una política inhumana. Pronto, ella se hizo cargo de la cocina, preparaba las comidas y organizaba la casa de David. Realmente quería agradar al anfitrión que tan gentilmente nos acogía.
Los primeros días fueron los más extraños para mí. Al principio, no había mucho que hacer, salvo caminar por la playa y visitar algunos lugares de la ciudad, pero unos cinco días después de nuestra llegada, David consiguió para mi madre un trabajo como cocinera en la casa de unos veraneantes. Sería solo por unos días, mientras estuvieran en la ciudad, así que yo empecé a ayudarla en el trabajo. Además de cocinar, mi madre y yo también nos encargábamos de la limpieza de la casa, así logramos ganar un poco más de dinero.
Mi padre, en esos primeros días, realizó algunos trabajos de jardinería. Era lo que más le gustaba hacer, al fin y al cabo, nuestra antigua empresa había sido de paisajismo. Pero era en California, al otro lado del país, donde estaban los amigos latinos de David, que podrían ayudarnos a establecernos de manera definitiva.
La primera vez que entré en un supermercado estadounidense, me sentí digna de nuevo. Parecía que había entrado en otro mundo, un mundo mejor y muy diferente del de antes, donde había vivido. Nunca imaginé que me emocionaría solo por el hecho de poder comprar comida y todas las cosas que necesitaba a un precio justo. Parecía incluso que estaba soñando.
Caminaba por el pasillo del chocolate y mis ojos se maravillaban con las cajas de bombones hechos de cacao puro. Coloqué una caja en el carrito y pasé por las barras de chocolate blanco. Cuando mi mano tocó una de ellas, no pude contener mi emoción. Ya hacía tantos meses que no sabía lo que era comer un dulce. Lloré mucho mientras contemplaba la barra de chocolate en mis manos. Recuerdos de mi dulce infancia me vinieron a la mente. Por fin, después de tanto tiempo, podía comprar ese dulce de nuevo y sentirme un ser humano digno.
Ser ayudante de cocina y de limpieza, aunque no fuera algo que estuviera entre mis sueños, era un trabajo digno con el que logré ahorrar algo de dinero, lo cual era necesario, especialmente en esos primeros momentos. Ocean City era una ciudad acogedora y tranquila.
En verano, se llenaba de turistas que venían de todas partes.
Evité conversar con David, al menos durante los primeros días. Solo mi padre tenía largas conversaciones con él. Sin embargo, después de la segunda semana, noté que David me miraba de una manera diferente. Parecía haber algo que quería decirme, pero no tenía el valor. Yo lo evitaba, sí, después de todo, solo era una chica de casi veinte años en un país desconocido, entre personas desconocidas.