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La Alemania nazi presenciaba la fuerte inminencia de la Segunda Guerra Mundial. Frente a un escenario cada vez más caótico y discriminatorio, Lindie, una adolescente carismática y de opiniones firmes, se ve en medio de un dilema: apoyar el régimen de Adolf Hitler, al igual que su padre, un general de élite, y su novio, el soldado Joseph, o ir en contra de toda la barbarie que asolaba su país. En un Berlín cada vez más dominado por los ideales del Tercer Reich y con la literatura y la ciencia censuradas, Lindie no se rinde en su lucha por la educación y termina conociendo a Steve, un periodista y profesor universitario, de quien se enamora. Dividida entre dos amores, la joven aún necesita encontrar una forma de salvar a sus amigas judías, capturadas por la policía alemana. Un enredo de propósitos y causas hará que Lindie viva episodios que pondrán en riesgo su vida y la de su familia. Sus decisiones también se reflejarán en su corazón, mostrando que, incluso en medio de tanta barbarie, su único pilar es el amor.

 

EL NIÑO
El niño, como de costumbre, se levantó temprano esa mañana. Su madre siempre lo llevaba al monasterio, que quedaba a pocos minutos de su casa. Era un monaguillo fervoroso y dedicado y, además, cantaba en el coro. Tenía apenas ocho años, pero ya admiraba la dedicación y la misión de los sacerdotes.
Al final de otro ensayo de cantos, en ese día soleado, la madre del niño aún no había regresado para recogerlo. Fue entonces cuando, mientras jugaba a correr con otros chicos, se detuvo y observó, por primera vez con más atención, la imagen de la cruz distinta en el frontón del monasterio. Era la esvástica, que hasta ese momento, especialmente en la India, se consideraba un símbolo positivo del movimiento perpetuo de la humanidad. La imagen de esa cruz jamás se borraría de la mente de aquel niño.
De repente, el niño escuchó la voz de su madre llamándolo:
— Adolf. Hijo mío, vamos a casa.
Miró hacia atrás bruscamente, como quien tiene sus profundos pensamientos interrumpidos. Adolf siguió en dirección a su madre, pero no sin antes mirar una vez más hacia atrás. Quería contemplar por última vez en ese día la imagen que tanto lo había fascinado.

 

          PRIMERA GUERRA MUNDIAL

Para Hitler, la Primera Guerra Mundial había sido la ocasión más noble de toda su vida. Durante cuatro años, Adolf fue cabo del ejército alemán, donde sirvió como mensajero del décimo sexto regimiento de infantería de Baviera. Cruzaba las trincheras, en medio del combate, y entregaba mensajes a los soldados. Era una misión arriesgada y, al tener éxito en su tarea, Hitler recibió la condecoración de la Cruz de Hierro.
Con el paso del tiempo, el joven Adolf se convirtió en un nacionalista radical y, además, fue en las trincheras de la Primera Guerra Mundial donde se le ocurrió la idea de involucrarse en la política. Fue una época en la que aprendió a cultivar la camaradería con sus compañeros de guerra. Una serie de hechos relevantes hizo crecer su interés en la política.
Fue en la noche del 13 de octubre de 1918 cuando una bomba de gas explotó en la trinchera, dejando a Hitler ciego por un tiempo. En esa ocasión, varios soldados alemanes en el frente se vieron obligados a retroceder, y muchos fueron capturados por los enemigos. Así, los franceses pasaron a ser enemigos de los alemanes; sin embargo, estos, incluso ante la derrota, decidieron marchar con dignidad por las avenidas de los países enemigos
.

 

IDEALES
Como todo en este mundo, la Primera Guerra había terminado. En esa época ocurrió algo que Adolf entendió como un nuevo comienzo: recuperó la vista, lo cual sucedió en un hospital militar al norte de Berlín.
El inicio de la república alemana llegó con el fin de la monarquía, cuando el príncipe reinante en esa época abdicó del trono. Fue en ese momento cuando Hitler escuchó una voz en el fondo de su conciencia, y afirmó que esa voz lo había convocado a realizar una gran hazaña: la liberación del pueblo alemán y la restauración de la grandeza de Alemania, que sufría una alarmante miseria y hambre. En la conciencia de Adolf, el noble águila alemana había sido destruida por el dominio de los judíos en Alemania.
Ya en esa época, el antisemitismo era un hecho antiguo y consolidado. La novedad era que tanto los judíos más pobres como los más ricos y de clase media se convirtieron en chivos expiatorios en tiempos de crisis y conflictos. Casi todo se atribuía a los judíos, quienes eran dueños de gran parte de las empresas y comercios en Alemania.
Ante esta realidad, recién salido del ejército, Hitler estaba decidido a que esta situación debía cambiar, costara lo que costara. Creía que Alemania debía ser devuelta a los alemanes. Aun así, existía la posibilidad de que Hitler tuviera sangre judía en sus venas, ya que la identidad de uno de sus abuelos paternos era desconocida. Además, según la futura ley nazi que se establecería en el país, para no ser perseguido por sus orígenes, una persona debía probar que ninguno de sus cuatro abuelos era judío.
La cruz que Adolf había admirado de niño en el frontón del monasterio recibiría una interpretación distorsionada del nazismo. La cruz esvástica se convertiría, según su ideología, en el gran símbolo de la raza aria, para los nazis una raza rodeada de misticismo: una raza de hombres altos, rubios, delgados y de ojos azules. A ellos, Adolf añadió el casco y un aura dorada de raza superior.

Adolf siempre decía en sus discursos: “El joven alemán debe ser delgado, tener piernas largas y ser rápido como una liebre, fuerte como un toro y resistente como el acero. Estamos decididos a crear una nueva raza”.
La madre de Adolf falleció a los cuarenta y siete años de edad. Su muerte lo afectó profundamente, ya que ella había sido la única persona a quien realmente había amado en su vida. Los recuerdos del monasterio no se borraban de su mente. Fue una madre amorosa y dedicada.

En cada cumpleaños de Adolf, su imagen dominaba no solo sus recuerdos, sino también todo a su alrededor.
Poco después de la muerte de su madre, cuando tenía diecinueve años, se mudó a la ciudad de Viena. Por increíble que parezca, Hitler no tenía intención alguna de convertirse en político; en realidad, su gran sueño era ser un artista importante. Pintaba cuadros y hacía dibujos. Su mayor objetivo era ser aceptado e ingresar a la Academia de Bellas Artes. Durante un tiempo, Adolf se mantuvo con el dinero que había recibido como herencia, llevando por un tiempo la vida bohemia de un artista.
Cuando Hitler se dio cuenta de que había varias comunidades extranjeras viviendo en la capital austrohúngara, como los checos, polacos, italianos y judíos, se indignó y afirmó años después que esa situación era una verdadera profanación de la raza.

 

 

 

 

 

 

Mafra Editions e Jamila Mafra
Enviado por Mafra Editions em 30/11/2024
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